martes, junio 15, 2004

Adrenalina

Me acababa de sentar en el penúltimo asiento del autobús de la línea 15, en el que muchas mañanas pasó decenas de minutos rumbo al trabajo. Quedé del lado de la ventanilla luego de que un hombre se había levantado para dejarme pasar. Todavía no acababa de vanagloriarme de mi suerte por haber pillado el último asiento que quedaba libre, cuando escuché que justo la persona de atrás de mí gritaba "¡puta!". Comenzó la tormenta de preguntas a mi misma: ¿quién podría ser?, ¿se dirigía a mí?, ¿por qué me estaría insultando?. Ninguna respuesta. Pero muchas posibilidades pasaron por mi cabeza en segundos, desde las que parecían más absurdas hasta las más reales. Rigidez en el cuerpo. El estómago se me encogió en un certero movimiento y sentí un extraño hormigueo en el cuello. Logré percibir como se secretaba la adrenalina y pude sentir claramente como invadió mis brazos para después seguir su recorrido a través de mi torrente sanguíneo. No fuí capaz de voltear a ver a la mujer y en segundos escuche una nueva versión del insulto "¡puta, zorra, guarra... asquerosa, marrana!". Parecía enojada. Pero conforme aumentaba el número de repeticiones de los insultos, más me convencía de que era una persona que no estaba en su sano juicio. Ya fuera víctima de algún trastorno psiquiátrico o producto del consumo de alguna sustancia enervante. Era igual. El caso es que mi cabeza estaba a centímetros de ella y mi movilidad estaba completamente anulada por el hombre que estaba sentado a mi lado junto al pasillo. Pensar en que su enojo no era mi culpa, era algo que no me tranquilizaba. Por el contrario, seguía asustada pensando que quizá su lapsus podría terminar en un episodio de violencia, del que --por proximidad al menos-- me sentía incapaz de huir. Sólo deseaba que la mujer en cuestión bajara rápido, pues a mí me quedaba un largo camino por recorrer aún. Y mientras pensaba si debía pedir al hombre de mi lado que se moviera nuevamente para liberarme y seguir el trayecto de pie, temiendo que esto pudiera hacer enojar más aún a mi vecina de la retaguardia, seguían pasando las calles adornadas por insultos que se repetían cerca de mi oído.
Se desocupó un lugar junto a la violenta insultante, de la que aún desconocía el rostro. Una mujer se aproximó y se sentó. No se si en ese momento la compadecí o más bien sentí el alivio de sentirme acompañada en el trayecto y dividida en el riesgo de ser el objetivo de la que ya imaginaba como una psicópata asesina. Fantaseaba imaginando los titulares de las noticias del día siguiente. La descripción de los hechos, que seguramente en poco se parecería a mi propia percepción económicamente plasmada aquí.
La mujer recién incorporada a la escena también fue recibida con insultos. Pero parecía no inmutarse. Seguramente su atención estaba puesta en otra cosa que le impedía reaccionar o al menos, eso parecía. Pasado un momento tomó su móvil y llamó a un individuo al que nombraba Xavi. Tardó quizá un par de minutos hablando, inmersa en lo que parecía una no muy amistosa discusión sobre paternidad. Simultáneamente, cada frase que la señora dirigía a su interlocutor era repetida por la mujer que estaba a mis espaldas.
Por un momento la escena parecía virar al humor negro. Pero la telefonista no reaccionaba ante su repetidora, que sin discreción, amplificaba la discusión a los demás pasajeros. Colgó. “¿Quién era?, ¿Xavi?” le preguntó inmediatamente. “Si, es el padre de mi hija” soltó sin titubear la mujer, quien comenzó a explicarle su vida en un momento. Yo sentía como los músculos de mi cuello se relajaban uno a uno y mi respiración parecía dejarse controlar por mi voluntad. Al menos los insultos se habían acabado. Bajó enseguida una de ellas y en la siguiente parada, la otra. Siguió el trayecto. Y la vida.

1 Comments:

At 1:54 p.m., Blogger Jorge Pedro said...

una buena narración de suspenso edgarallanpoeiano, eh, felicidades y que pases un martes llejo de sorpresas agradables.

 

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